La Vasca, una casa de comida como las de antes por Julián Méndez

Íñigo Ruiz perpetúa la herencia de su abuela Ángela Bilbao con estofados de otra época. Atención a la caza, a las setas y a una cohorte de camareras súpermajas que le harán sentirse mejor que en casa

JANTOUR: Julián Méndez Miércoles, 1 de noviembre 2017

Aquí los festejos y las buenas noticias se han celebrado siempre con opíparos banquetes. La Vasca, en Miranda, conserva en pleno siglo XXI características de aquellas casas de comidas donde se alegraban la vida nuestros padres y abuelos. Hay detalles que le conectan a uno con esa alegría de vivir del vermut en familia, el paseo hacia el restorán y las asombradas miradas infantiles hacia los escaparates donde se muestran corderos en formación, cajas de orondas amanitas cesáreas y hongos boletus, bandejas de chuletillas, lubinas salvajes y cajas de gambas de Huelva, bloques de foie fresco, puerros, bandejas de almejas y manojos de perejil, codornices peladas, tarros de cuajada… La caraba.

No perderse Caza, cordero asado, merluza en salsa, hongos.

Remozada hace un par de años, La Vasca, fundada en 1926, conecta con ese pasado pitancero desde la entrada, con luminosas fotografías de niños acuclillados con las palmas de la Primera Comunión y cuadrillas de mozos con boina e impolutas camisas almidonadas que beben en porrón y se sirven copichuelas de Anís del Mono.

Sobre Íñigo Ruiz Salazar (colega de Paco Roncero y de Alberto Chicote, de cuando estudió cocina en Madrid) reposa hoy la herencia de su abuela Ángela Bilbao Ansoleaga, moza de Urduliz que sirvió con una familia de Bilbao que veraneaba en Biarritz y aprendió los rudimentos de esta cocina enjundiosa también en el Hotel Torrontegui. Casó con Francisco Manuel Ruiz, de Pino de Bureba (Burgos), y juntos abrieron en la calle El Olmo un bar para almuerzos y meriendas. La cosa fue a más, y Manuel, que viajaba a San Sebastián y Pamplona para estar a la última, decidió montar en 1966 un restorán en la primera planta, que entonces era la altura de los locales de fuste. Y ahí siguen.

Boletus, bacalao con callos, codorniz

Platos con historia y miga, formas de día grande y una cohorte de camareras veteranas, afables y simpáticas mantienen el cordón umbilical con un modo y unas maneras de comer que ya no se encuentran. Aquí festejan sus días con codornices, liebres, corderos y angulas los empleados de Renfe, de la Azucarera, de la atómica (como llaman en el valle a Garoña)… Y también ciudadanos de edad y costumbres que, en su juventud, escapaban de la puritana Vitoria para marcarse un baile en salas de fiestas como Imperio o Danubio. Tras arrimar la sardina, se venían a merendar a La Vasca. ¿Qué más se puede pedir?

Hoy toca seguir con esas buenas costumbres que nos han hecho crecer en estatura y sabiduría, aprovechar los últimos tomates de Miranda, los puerros con romescu, las gambitas de Huelva a la plancha y las potxas gerniquesas que cultiva Santi y que en La Vasca hermanan con hermosas almejas gallegas. Aquí guisan las amanitas con cebolla, ajo y perejil para que la seta aparezca tersa, con mordisco. El bacalao confitado con boletus (con una base de callos de bacalao guisados como los de ternera), con su jamoncito y su pimentón, está para dar brincos. Pura untuosidad de sellar los labios.

Y de postre, pijama

Asoman por fin sus majestades las pequeñas y lozanas codornices, estofadas con su salsa de verduritas y vino, con salsa espesada a golpe de brazo, uno de esos manjares a los que hay que entregarse con paciencia de taxidermista y delectación de miniador. «Hubo años que mi padre compró 4.000 codornices», se ufana Íñigo Ruiz Salazar entre el barullo de un restaurante lleno a rebosar con risas y jolgorio del bueno. No me resisto a apuntar que en La Vasca aún sirven pijama a los postres, esa creación de flan con melocotón y piña en almíbar, nata y helado de vainilla que era el santo y seña de mis días de fiesta infantiles.

Excelente carta de vinos (Íñigo es un gran aficionado) y, cada semana, una bodega en primera línea. Ésta tocó Terminus, de Villabuena, blanco fermentado en barrica. Y, luego, un tinto reserva de Hacienda El Ternero, esa rareza riojana (y de altura) enclavada en Burgos.

 

Perdiz
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